Cuando la muerte cayó del cielo en Japón

Hace 70 años, EE. UU. lanzó las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Cuando crece el debate sobre si era necesario hacerlo, sigue vigente la incertidumbre por la proliferación de esas armas.

Los sobrevivientes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki no vieron el famoso hongo nuclear que se formó sobre sus ciudades. Según su testimonio, desde la superficie la explosión parecía más bien una enorme y voraz columna de fuego, que succionaba y reducía a cenizas todo lo que encontraba a su paso. Aunque se calcula que ambas mataron a más de 250.000 personas, ese número no es más que una aproximación. Muchas de las víctimas que se encontraban a menos de 500 metros de la zona cero sencillamente se evaporaron, lo mismo que sus ropas, sus casas y el resto de sus pertenencias.

En efecto, el 6 y el 9 de agosto de 1945 partieron en dos la historia. Aunque otros bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial redujeron a escombros ciudades enteras y alcanzaron un número similar de víctimas, los que borraron esas dos localidades niponas abrieron la caja de Pandora de un poder destructivo hasta entonces limitado a los fenómenos naturales. Como dijo en una entrevista en 1949 el propio Albert Einstein –cuya teoría de la relatividad fue clave para desarrollar las bombas–, la devastación de una Tercera Guerra Mundial sería tal, que “la Cuarta se pelearía con palos y piedras”.

Desde un principio, los científicos que desarrollaron ese tipo de armamento supieron que habían liberado una fuente de energía prácticamente ilimitada. Y aunque en su investigación los movió el deseo de tener el arma atómica antes que los alemanes, tras la caída de Hitler sospecharon que su descubrimiento podía volverse contra la humanidad. De hecho, muchos de ellos trataron en vano de persuadir a mediados de 1945 al gobierno del entonces presidente, Harry S. Truman, de abstenerse de usarla.

Por un lado, le advirtieron que a esas alturas de la guerra era falso que Estados Unidos se encontrara ante la disyuntiva de lanzar la bomba o sacrificar la vida de centenares de miles de soldados. En particular, con la petición Szilárd (por el nombre de uno de los ‘padres’ de la bomba) le sugirieron al mandatario que les advirtiera explícitamente a los japoneses sobre las características de esa nueva arma. También, le propusieron realizar una explosión en un área remota y desértica que les permitiera a sus enemigos apreciar sus efectos, sin que los civiles tuvieran que padecerlos. Muchos pensaban incluso que la capitulación de Tokio era cuestión de semanas, y que probablemente habría ocurrido antes de noviembre, cuando Washington tenía planeado llevar a cabo una invasión terrestre.

Por el otro, hoy se abre paso la teoría de que en la decisión de Truman no solo pesó el deseo de acabar con la guerra. De hecho, para julio de 1945 su gobierno sabía que, tras romper en julio el pacto de neutralidad con los nipones, la Unión Soviética iba a invadir el territorio que el Imperio japonés dominaba en Manchuria. Lo cual sucedió el 8 de agosto, es decir dos días después de la bomba de Hiroshima y uno antes de la de Nagasaki. En efecto, hoy existe un amplio consenso en calificar ambas explosiones como una advertencia para Stalin de lo que se le podía venir encima si continuaba expandiéndose en Asia y en Europa Oriental.

Durante algunos años la amenaza nuclear le dio una enorme ventaja militar a Estados Unidos. Sin embargo, en 1949 el Kremlin fabricó a su vez su propia bomba, lo que contribuyó a agudizar la Guerra Fría, marcada por la carrera armamentista entre los dos países. Y aunque los estadounidenses y los soviéticos nunca se enfrentaron directamente, lo cierto es que la segunda mitad del siglo XX estuvo envenenada por el pánico a que las dos superpotencias utilizaran su creciente arsenal nuclear.

Ese temor alcanzó un pico histórico a finales de 1962, cuando Washington descubrió que Moscú estaba instalando plataformas de lanzamiento de armamento nuclear en Cuba, en lo que se conoció como la crisis de los misiles. En ese entonces, el mundo asistió en vivo y en directo a una confrontación que solo se frustró gracias a un acuerdo de último minuto entre los líderes de ambos países.

Sin embargo, a medida que se han desclasificado los archivos de la Guerra Fría, se supo de otras ocasiones en las que pudieron presentarse nuevas detonaciones nucleares. Las causas fueron sencillos accidentes de aviones o submarinos que transportaban bombas, o fallas en los sistemas de defensa de las superpotencias, que informaron erradamente que había un ataque nuclear en curso. Y en los casos más dramáticos, el apocalipsis atómico se evitó gracias al valor de una sola persona, como cuando el teniente soviético Stanislav Petrov interpretó en 1983 un ataque nuclear a gran escala como un error del sistema de defensa soviético. Aunque en su momento fue amonestado, hoy se le considera un héroe que salvó a la humanidad.

Como bien lo resumió en 1999 el general Lee Butler, exdirector del Mando Estratégico de los Estados Unidos (Stratcom), la entidad encargada de operar el arsenal nuclear de ese país, “superamos la Guerra Fría sin un holocausto nuclear gracias a una combinación de habilidad, suerte e intervención divina. Y sospecho que la última fue la principal razón”.

Una nueva era nuclear

A pesar de la conciencia sobre el peligro extremo de las armas nucleares y de los tratados vigentes para evitar su proliferación, lo cierto es que desde hace unos años la amenaza nuclear ha regresado a la agenda mundial.

Por un lado, países renegados como Corea del Norte han centrado sus esfuerzos de defensa en desarrollar un arsenal destinado a disuadir una invasión como la que sufrió Irak en 2003. En gran parte, esa política se debe a la obvia conclusión de que el régimen de Sadam Huseín fue derrocado por carecer de armas de destrucción masiva. En la actualidad Corea del Norte cuenta según The Economist con diez bombas y ha realizado varios lanzamientos de misiles para demostrar que tiene la capacidad de atacar blancos en Corea del Sur y en Japón.

Por el otro, las crecientes tensiones entre algunos países con armas nucleares y sus vecinos han vuelto a darle protagonismo a los arsenales atómicos. Como le dijo a SEMANA Toby Dalton, codirector del Programa de Política Nuclear de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional, “en el último año Rusia ha formulado amenazas nucleares cada vez más explícitas a raíz de su incursión militar en Ucrania, Estados Unidos ha anunciado que planea invertir miles de millones de dólares para modernizar su arsenal nuclear durante las próximas décadas, China está instalando múltiples ojivas nucleares en misiles de largo alcance, y el conflicto entre India y Pakistán está entrando en una fase que podría escalar a un nivel nuclear”.

De hecho, el conflicto entre esos dos países de Oriente Medio es el que mayor alarma causa entre los expertos, y no solo porque ambos han librado tres guerras en los últimos 50 años. Aunque Pakistán insiste en que su arsenal está bien guardado y no corre peligro, la comunidad internacional teme que una ojiva de su material nuclear pueda caer en manos de terroristas como los de Isis. Y ante esa eventualidad, no habría esfuerzo diplomático alguno que pueda disuadirlos de usar semejante material en un centro urbano de Occidente. De ahí la relevancia de recordar el testimonio de las víctimas de las únicas bombas atómicas que han explotado hasta el momento: las armas atómicas son una espada de Damocles oscilando sobre todo el mundo.

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